Lima.- La derecha está envalentonada, o sea, es más cobarde que
nunca. La derecha fujimorista y sus aliados han tomado el poder sin haber sido
elegidos, gracias al golpe congresal cocinado durante más de un año de
hostigamiento, fake news y boicot a Pedro Castillo. La única forma de explicar
los disparos a adolescentes, el asesinato de un médico brigadista que estaba
ayudando a heridos de las protestas, y el probado uso de balas especialmente
destructivas contra los manifestantes, es que el empoderamiento del gobierno es
tal que se siente libre de usar la muerte como arma disuasiva; cadáveres que
dan mensajes.
No solo matan a
manifestantes sino que disparan contra quienes ayuden a los heridos. Buscan
causar miedo para golpear el corazón del enemigo y desmoralizarlo. Si suena
familiar es porque es lo que parece: una práctica de guerra (contra el propio
pueblo). De ahí estampas como el helicóptero lanzando bombas lacrimógenas (la
antigüedad de nuestras máquinas le da a la imagen una reminiscencia a Vietnam).
El mensaje es simple: no se puede ser civil sin tomar partido, o estamos con
ellos o estamos en contra (y socorrer a los caídos es estar en contra). A eso
se suman incentivos para delatar a quienes participen de las revueltas. Es una
lógica cercana a la de la guerra sucia durante el conflicto armado. Como
entonces, la expresión más fiera de la represión son las ejecuciones
extrajudiciales y cuerpos como costales de papas.
El fujimorismo
congresal lo vive como una fiesta, y enseña los dientes. Pero es una fiesta que
les va a durar poco y que va a terminar mal.
Existe en la
derecha peruana una confusión: creer que la “mano dura” es una decisión
política. No lo es. Es más bien una circunstancia histórica que se da muy de
vez en cuando. Requiere consenso nacional, la convicción más o menos compartida
de que hay una amenaza verdadera contra el país y el apoyo de la embajada de
Estados Unidos.
Alberto Fujimori
tuvo esa circunstancia a su favor. A inicios de los noventa, el Perú había
llegado a un punto intolerable en que el terrorismo amenazaba con truncar
cualquier proyecto de país. La ciudadanía toleró con estoicismo los excesos,
las leyes abusivas que burlaban tratados internacionales, decidió mirar para
otro lado. Existió, entre gente de bien, la convicción del sacrificio
necesario. Fue temporal. De hecho, el Fujimori del tramo final de su mandato ya
no tenía ese crédito; el terrorismo dejó de ser una amenaza —por más que el
gobierno insistiera en resucitar el cuco— y Estados Unidos le bajó el dedo al
dictador; ya no se podía matar como antes, por eso se recurrió a montajes y a
extorsiones.
La “mano dura”
de Fujimori tuvo que volverse la mano blanda de las dádivas y los programas
sociales proselitistas. Mientras tanto, Montesinos hacía el trabajo sucio de la
propaganda y la persecución judicial, para así sostener la gran mentira del
Perú próspero.
Dina Boluarte no
está en la situación inicial de Fujimori ni nada que se le acerque. Por más que
se esfuerce en llamar terroristas a los manifestantes, nadie se cree que exista
una situación de amenaza nacional. De todos los elementos que se necesitan para
la soñada “mano dura”, solo tiene el apoyo de la embajadora estadounidense, que
ha hablado con una firmeza que hace tiempo no le veíamos a alguien en su cargo
(Evo Morales consiguió que ningún embajador volviera a usar ese tono en asuntos
internos bolivianos, pero Perú sigue en el siglo pasado). Y aunque es un
espaldarazo importante, no basta. La embajadora Lisa Kenna es una exagente de
la CIA y trabajó directamente con Mike Pompeo, secretario de Estado en la era
Trump —activo opositor de los progresismos latinoamericanos, que apoyó
explícitamente a las represiones de Chile y Colombia hace unos años—, por tanto
son esperables sus paranoias de Guerra Fría, pero su respaldo tiene como límite
una llamada de la administración Biden, desde Washington, en el momento en que
las muertes hagan lucir al país demasiado inestable.
Boluarte tiene
que estar demasiado obnubilada por el poder para creer que puede ser ella, una
presidenta de transición por sucesión constitucional llamada a dialogar, quien
instaure un nuevo régimen autoritario al Perú. Tiene que estar muy confundida
para pensar que, después de su descarado transfuguismo, puede instaurar un
régimen autoritario no por una situación de emergencia —que no existe—, sino
por el capricho y los sueños húmedos de las tiendas políticas que no ganaron
las elecciones. Es un disparate que le va a costar caro a ella y al país.
A Pedro Castillo
le criticaron las malas influencias desde el principio: que Vladimir Cerrón,
que Evo Morales, que los ministros “terroristas”, que los sindicatos
“senderistas”. Pero Dina Boluarte maneja el estallido social dejándose guiar
por individuos con antecedentes reales en el terrorismo de Estado y mandos
policiales implicados en ejecuciones extrajudiciales. Es claro que esa lógica
de masacre como escarmiento está poniéndose en práctica. ¿Dónde están los
medios hegemónicos que marcaban cada falta ideológica en el historial de los
funcionarios de Castillo para señalar a los responsables de esta política
inepta que nos llena de sangre? ¿Dónde están los dominicales que rebuscaban
denuncias policiales de hace cuarenta años en la cuota de Perú Libre para
escarbar y exhibir el documentado prontuario criminal de los asesinos de hoy?
Las de hoy sí
son malas influencias, que llevan a perder la conexión con la realidad. En un
claro acercamiento al delirio, el gobierno pretende no solo eliminar a cuanto
revoltoso sea necesario, sino emprender la restauración nacional conservadora.
Esto incluye el anuncio de medidas como volver a incluir el curso de educación
cívica (en la lógica militar, imponer símbolos patrios a los salvajes, rojos y
terrucos).
Dio lástima ver
a Castillo imitar el Fujimori golpista. Pero da más lástima ver a Dina Boluarte
emular al Fujimori pacificador, creerse una versión nueva de lideresa del
orden. Hasta los cínicos a los que no les importa la vida de los manifestantes
del Perú “profundo” empiezan a decir, en los medios hegemónicos, que esas
muertes eran “innecesarias”. Y va sólo un mes de gobierno.
Por lo general
disfruto cuando la derecha y los fujimorismos se equivocan. Como dice el dicho,
no interrumpas al enemigo cuando comete un error. Pero en este caso no puedo
sentarme y sonreír de su gigantesca estupidez, su megalomanía terminal y su
nulo entendimiento del país que está incubando una rabia unánime. Porque en
este caso el descalabro viene con sangre y disparos por la espalda. Lo único
que reconforta es la convicción de que, tarde o temprano, les esperan tribunales
y celdas, y la segura condena de la historia. (JMR)