Lima.- El lunes 9 de enero la presidenta de Perú, Dina Boluarte, confesó que no entendía por qué el país llevaba un mes de protestas en su contra, y escondió la cabeza durante las horas más amargas de su aún breve gestión. Más tarde, luego de que se confirmara una matanza a tiros de 17 civiles ese día en Puno, en el sur del Perú, el presidente del Consejo de Ministros, Alberto Otárola, justificó el comportamiento de las fuerzas del orden argumentando que hubo violentos que los atacaron e intentaron tomar el aeropuerto de esa ciudad.
Ni la abultada
cantidad de muertes les hacía entender que su respuesta no debía ser
policial-militar, sino política. No hay orden sin respeto por la vida.
Otárola —un
exministro de Defensa del gobierno de Ollanta Humala, quien dejó el cargo por
un desastroso operativo de rescate de rehenes— tuvo una segunda oportunidad en
la vida para convertirse en héroe democrático, pero recogido ser un canalla.
Con el peso de
una gestión que lleva casi 50 muertos en poco más de un mes, se presentó ante
el Congreso para pedir el voto de confianza que necesita antes de cumplir 30
días en el puesto. Otárola heredó el cargo de su fugaz antecesor, Pedro Angulo,
y también heredó la estrategia de acusar a agentes externos de incitar a la
violencia y no reconocer responsabilidad alguna en las muertes.
Cuánto pueden
durar las denuncias de que quienes protestan son manipulados por Sendero
Luminoso, Evo Morales, el izquierdismo radical o las economías ilegales si
entre los muertos civiles se cuentan a un mecánico que salió de su taller para
ayudar a un herido, a un ambulante que ganaba unos centavos en la aglomeración,
a un estudiante de medicina que socorría heridos, ya seis menores de edad. No
está en discusión la participación de actores violentos o criminales, pero eso
por sí solo no explica el descontento que ebulle principalmente en el sur del
país. Lo que enerva a los manifestantes es la generalización, la ceguera desde
Lima.
Otárola, adepto
de la mano dura, hizo todo lo posible para que el conflicto escale tratando de
imponer el orden, y la derecha y el centro parlamentario aprobaron darle la
confianza. Pero esa “virilidad” es solo una apariencia.
Sería
desproporcionado atribuir —sin investigación previa— la responsabilidad de
todas las muertes al gobierno. Entre los manifestantes también hay actitudes
antidemocráticas, golpistas y violentas. Una turba aún sin identificar asesinó
y quemó a un policía en Puno; otros han impedido la circulacion de ambulancias
(lo que ha generado al menos la muerte de un bebe ); han atacado a comerciantes
que se rehusaban a paralizar, y han incendiado edificios públicos, cuanto
menos.
Pero en un
conflicto de esta naturaleza, antes que la superioridad de las armas el Estado
debe mantener la superioridad moral, y eso es algo que ha olvidado. No solo
para garantizar justicia en lugar de venganza, sino para no agrietar más la
desconfianza social: el desprecio moviliza y toma rumbos que la represión no
puede gobernar a largo plazo en democracia. La corta vida política de nuestros
líderes les impide ver que, más allá de su rol en la historia, lo que debe
prevalecer son las instituciones por el impacto que tienen en el largo plazo.
Boluarte y
Otárola han hecho observar en las facilidades que le harán a la justicia para
investigar y sancionar los asesinatos. Pero esas palabras solo son parte de un
protocolo rutinario. Han pasado más de dos años desde el asesinato de Inti
Sotelo y Bryan Pintado durante las protestas contra el gobierno de Manuel
Merino y las investigaciones judiciales se encuentran estancadas. Si eso pasó en
Lima, ¿qué esperanza hay de encontrar justicia en provincias con más
precariedades? Ha pasado lo mismo con las víctimas del Baguazo, con los restos
del alcalde Felipe Bazán, e innumerables conflictos en las últimas décadas.
Las fuerzas del
orden han repetido la misma violencia en varias ciudades. Puede haber sido
consecuencia de lanzarlos al conflicto sin planes operativos adecuados, sin
inteligencia mínima, sin armas ni preparación para responder proporcionalmente.
O pueden haberles dado carta libre. Esto es algo que la Fiscalía de la Nación
debería investigar al milímetro, pues el monopolio del uso de la fuerza por
parte del Estado no puede ser discrecional, así como el gobierno tampoco puede
exponer al peligro a sus propios subordinados.
El Perú está atravesando
una protesta bastante inédita. Los conflictos sociales son abundantes en el
país, pero casi todos están asociados a asuntos sectoriales: socioambientales
(los más numerosos desde 2007), laborales, limítrofes, etc. Suelen estallar de
forma aislada —aunque algunas veces se ha visto coordinación— y adormecerse en
negociaciones en mesas de trabajo del gobierno nacional o los gobiernos
locales. Pero esta es una de las pocas ocasiones en los que la agenda es
completamente política, extendida en varias regiones, y en la que la
participación de Lima es marginal.
Los principales
puntos han sido la renuncia de Boluarte —primero por traición al golpista
expresidente Pedro Castillo y ahora por las muertes—, el cierre del Congreso,
la convocatoria a una Asamblea Constituyente y la liberación de Castillo. La
reacción del gobierno y de sus aliados en el Parlamento ante el carácter
político de la agenda ha sido querer ningunearla, y pedirles que hagan reclamos
materiales en salud, educación, etc. o criminalizarla por su convocatoria. “Los
cuatro políticos no están en mis manos(…) Lo que están pidiendo es pretexto
para seguir puntos provocando el caos”, dijo Boluarte a inicios de esta semana.
Antes de empezar
a contar los cuerpos de casi medio centenar de peruanos muertos, las cuatro
demandas me parecían descabelladas, ilegales y perjudiciales para el país. Pero
luego de lo que hemos visto, la primera de ellas brinda la posibilidad —no
certeza— de aliviar algunas tensiones que evitan más cadáveres hasta las
elecciones, que se realizarán este año y lo antes posible.
La renuncia de
Boluarte abriría escenarios complejos sobre sucesión a manos del presidente del
Congreso, sea el actual o algún nuevo que elijan. Difícilmente la
gobernabilidad sería mucho mejor, pero tal como estamos, no hay futuro con la
mano dura de Boluarte. Hubiese sido ideal entrar a un nuevo ciclo electoral con
algunas reformas políticas que el Congreso apruebe, pero ni ha sido su
prioridad ni hay esperanza de que las hagan bien. Además, cualquier cambio que
aprueben que beneficie a los legisladores —reelección, bicameralidad, etc.—
podría intensificar las protestas. Se debe ganar tiempo ya que nuestro elenco
de gobierno no le hizo estimulación temprana a sus destrezas políticas.
La única
alternativa es que Boluarte destituya a Otárola, pida perdón a nombre del
Estado, procese y expurgue a los responsables de los crímenes que se cometieron
desde las fuerzas del orden, encuentre y sancione a los responsables de la
violencia de las protestas, y se acelere la organización del proceso electoral.
Pero eso es pedir un imposible: que el Perú funcione bien. La decisión está en
la soledad de su conciencia. (Jonathan Castro)