viernes, 25 de junio de 2021

 


LIMA.- La derecha peruana que canta el himno nacional haciendo el saludo nazi no soporta que, igual que en la anterior elección, Keiko Fujimori haya perdido por una diferencia equivalente a las personas que caben en las tribunas del Estadio Nacional. Ese gentío apachurrado es todo lo que le faltó a la acusada de lavado de activos para llegar a Palacio; esa masa, capaz de provocar un temblor, es la que le dio la victoria a Castillo, y no pueden soportarlo ni tolerarlo. A Kuczynski sí le aceptaron ganar por un margen tan estrecho, y a pesar de que también en ese caso hubo actas impugnadas y quejas y una perdedora picona, la gran prensa reconoció al presidente electo antes de que la ONPE terminara el conteo al 100 %. Al gringo sí, pero a Castillo no, porque una cosa es ser un lobista profesional que promueve leyes para los amigos mineros, antifujimorista de último minuto, y otra cosa es ser un profesor sindicalista, agricultor, apadrinado por Evo Morales, un promotor de la nacionalización del gas, un luchador social que va por un partido bien rojo.

Ese rechazo, ese pánico, esa resistencia es lo que hace posible el grosero intento de fraude que se ha extendido por más de una semana. ¿Es un exceso llamarlo así? No creo. Porque una cosa es alzar la voz contra malos funcionarios electorales que abusan de su poder y benefician a una de las partes (como José Portillo, de la ONPE del 2000) y otra, emprender la sinrazón de escrutar selectivamente los votos en aquellas mesas donde tu rival ganó por amplio margen, y buscar anularlas, para ir rebajando cifras por aquí y por allá. El solo intento es un aberración. No se trata de una auditoría; un partido no tiene derecho a auditar un proceso entero, y aun si pudiera hacer ese alucinado escrutinio solo por capricho: ¿qué revisión seria se concentra en unos votos y no otros? La democracia no puede ser una competencia numérica en la que gana quien tiene dinero para pagar a los abogados más caros y a estadísticos e informáticos para revisar números. Si el sistema permitiera anulaciones, recuentos y más recuentos, se tendría que dar recursos similares a todos los contendores (para que sustenten esos pedidos): sería un festival de abogados; una cosa larga, interminable, atroz.

Lo peor es que esta ofensiva legal ha demostrado lo poco que vale, para las élites desesperadas, el sufragio de los que menos tienen. En la práctica están poniendo en tela de juicio el voto universal. Se nota cuando uno ve a Lourdes Flores pronunciando mal nombres y apellidos peruanos con doble C y denunciando que sus firmas han sido falsificadas; tal vez lo hace pensando que habla de gente que vive en una cueva alejadísima, pero son ciudadanos que horas después —porque estamos en 2021 y no en el 1921 de los pongos— la desmienten en las redes. Se nota el desprecio cuando aparece Mario Vargas Llosa, a quien la súbita alianza con Keiko le ha quitado la careta —ahora lo vemos como el conservador rancio que siempre fue—, y dice que los peruanos de las ciudades están más informados que el resto: los de zonas rurales (se entiende) ignoran muchas cosas y eso los hace influenciables.

Casi cuarenta años después del informe Uchuraccay, Vargas Llosa vuelve a la carga con la misma visión del mundo: los habitantes del Perú “alejado” son bárbaros, salvajes que confunden cámaras fotográficas con metralletas —qué cosas no harán con las mesas de sufragio, pues—, irresponsables criaturas fácilmente engañadas por el marxismo y sus redes. Vargas Llosa no tiene reparos en despreciar a Castillo y su “inmensa incultura”; pobre, no sabe lo ignorante que se ve el propio novelista cuando dice: “la situación de Bolivia es catastrófica”, negando todo contacto con la realidad. Evo Morales, sabemos, siempre consigue hacerle arrugar la nariz al Nobel. ¿Por qué será?

Mensajes como el de Vargas Llosa dan sustento, peligrosamente, a la lógica de Fuerza Popular, que en la práctica busca la limpieza socioeconómica de votos. ¿Irresponsables, dice el Nobel, por marcar el lápiz? Irresponsables los que promueven estas acciones desde el desprecio a los “otros” peruanos, y llaman a estudios poderosos para “auditar” firmas. Como si no supieran la terrible carga simbólica que tiene, en la sierra del Perú, el hecho de que unos jóvenes limeños vayan a sus pueblos para “arreglar” las cosas: pedirles documentos, hacerles peritajes, citarlos de grado o fuerza. En resumen, tratarlos como sospechosos. Durante el conflicto armado interno, los militares llegados de la capital no solo te pedían tu libreta electoral: te hacían confirmar si tu foto era tu foto y tu firma, tu firma. Si consideraban que no, los tenías que acompañar. Y allí los ves, ciudadanos de buena fe, que han respondido en masa que ellos sí fueron miembros de mesa y sí firmaron. ¿Se han dado cuenta de que lo hacen, dignísimamente, con sus documentos en mano y un video? No tendrían por qué, pues la carga de la prueba debería ser de los impugnadores. Pero así es el Perú.

Nada de eso torcerá los hechos: Pedro Castillo ganó. Las irregularidades a su favor que pueda haber en determinadas mesas de ninguna manera pueden ser mayores a las que propició el fujimorismo (que sabe pelear los votos, como lo hacen los apristas). Ocurre en todas las elecciones. El terror a una asamblea constituyente —o a lo que sea que teman— no puede darle licencia a nadie para robarle la elección al vencedor, o someter a peritajes absurdos a los votantes más vulnerables.

Y si bien creo que las elecciones fueron limpias, quiero hacerme una pregunta, desde el otro lado. ¿Cuántos votos le robaron a Castillo? No hablo de Miraflores, San Isidro, Barranco o Surco, donde hubo mesas electorales que más parecieron un té de tías (personas que conozco y asistieron como personeros voluntarios de Perú Libre fueron vistas con recelo, como si llegaran a aguarles la fiesta). Tampoco hablo del voto del exterior, en que todo depende de un funcionario y donde a veces Castillo tiene una votación inverosímil de tan baja. Hablo de aquello de lo que no se habla: de las malas artes, de una campaña que no fue justa ni equitativa en cobertura. ¿Cuántos votos más hubiera obtenido Castillo si al menos un canal de señal abierta no le hubiera sido hostil? ¿Mil? ¿Cinco mil? ¿Cuántos votos más hubiera tenido el lápiz si un solo dominical lo abordaba sin criminalizarlo? ¿Diez mil? ¿Veinte mil? Yo vi gente humilde que terminó convencida de votar por Verónika Mendoza, porque es necesario cambiar de modelo, pero para la segunda vuelta decían que temían a Castillo porque “me van a quitar mi casa”. ¿Cuántos votos se fueron así, por fake news? ¿Cincuenta mil? ¿Más?

¿Cuántos votos nos roba el miedo y el terruqueo impune? ¿Cuántos votos más hubiera tenido Castillo si esos paneles contra el “comunismo”, que aparecieron a vista y paciencia de las autoridades electorales, no hubieran estado allí llamando al pánico? ¿No es como una esterilización forzada de votos, contra la voluntad?

La parcialidad contra un candidato a veces se romantiza: David venció a Goliat. Lo cierto es que la asimetría informativa limita las posibilidades de elección y enrarece el proceso. Parece que nos hemos acostumbrado: han tenido que ser los observadores internacionales los que nos han hecho dar cuenta de esta grosera situación. Vistas las cosas, yo creo que, en una elección con una prensa decente en televisión y radio, por lo menos serían quince o veinte estadios más para Castillo, muchísima más gente libre votando sin miedo contra el que ahora, evidentemente, es el mal peor. (Juan Manuel Robles)

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